sábado, enero 05, 2008

Portocarrero y las trabajadoras del hogar


Hace un tiempo desarrollamos algunas ideas respecto a lo que Nancy Folbre denomina El trabajo afectivo. Dentro del grupo de trabajadoras que realizan trabajo afectivo, encontramos a las trabajadoras del hogar, de las cuales se ocupa Gonzalo Portocarrero en su artículo Una verguenza peruana, el cual reproducimos a continuación, no sin antes recomendar una vuelta por su weblog.


Una verguenza peruana
por Gonzalo Portocarrero

La situación de la inmensa mayoría de las llamadas “trabajadoras del hogar” debe representar una vergüenza para todos los peruanos y, muy en especial, para las clases medias que acceden a este tipo de servicios. El servicio doméstico se sitúa en una relación de continuidad con la esclavitud y el pongaje. Regímenes laborales que son los fundamentos del colonialismo.
Entonces, resulta que el hogar de clase media es el espacio de reproducción de un colonialismo atenuado pero aún vigente. Los niños aprenden que hay personas “insignificantes”, que tienen derechos muy recortados y que, con frecuencia, carecen de la capacidad de defenderse. De otro lado, las jóvenes mujeres que desempeñan este oficio internalizan la obediencia casi incondicional al patrón(a) como fundamento de su identidad.
Desde el punto de vista legal las trabajadoras del hogar tienen menos derechos, pues gozan solo de quince días de vacaciones al año y de la mitad de un sueldo como compensación por un año de servicios. Pero aun así, lo central es el divorcio entre la ley y la costumbre, pues ocurre que aun estos derechos recortados no son debidamente reconocidos. No estamos pues frente a una relación ciudadana, la que corresponde a dos personas que son iguales ante la ley. La legislación suele ser “letra muerta” ya que las mentalidades y actitudes de ambas partes siguen demasiado marcadas por el hecho colonial. Un imperio “casi” sin fronteras del patrón sobre la empleada. Las jornadas de trabajo se prolongan sin estar previamente negociadas, se consolida una lista de tareas que excede las ocho horas de ley. Además, en la medida en que la empleada es cama adentro carece de una vida propia independiente. No sólo sus necesidades de vivienda y alimentación son cubiertas por sus empleadores sino que, aún más decisivamente, su demanda de reconocimiento y afecto es también (in)satisfecha por sus patrones. Esta situación coloca a la trabajadora en una posición precaria, manipulable, que se presta al abuso sistemático.
La dependencia afectiva de la mujer que apenas tiene vida propia hace muy problemática la reivindicación de derechos. Más aun, en la medida, en que se le invita a sentirse parte de la familia, en calidad de supuesta “ahijada”, de persona que tiene que acudir con alegría y entrega a la convocatoria de sus jefes.
La situación se complica si consideramos que muchas empleadas desempeñan en la práctica el papel de madres. Por más distancia que pueda guardar una empleada respecto a sus patrones, es un hecho que tiende a comprometerse afectivamente con los niños que cuida. Se forma entonces un vínculo equívoco. El afecto depositado por la empleada no encuentra posibilidad de respuesta legítima en el niño que es objeto de su cariño. Aunque el niño sea cuidado por la empleada éste no podrá reconocer el aprecio natural que este afecto tiene que despertarle. Después de todo, la madre es la madre, el objeto legítimo del cariño de los niños. Entonces, los sentimientos hacia la empleada quedan reprimidos, invisibilizados. Otra vez, la idea es que hay personas “insignificantes” cuyos cuidados no merecen mayor aprecio puesto que valen tan poco como las personas que los brindan. Se crea así un entramado de relaciones complejo y ambivalente. La empleada se ve inducida, por la ternura del niño, a comprometer un afecto que apenas tendrá retorno. Además, al no desarrollar una autoridad sobre el niño, está menos capacitada para educarlo y más expuesta a sus caprichos y desmanes. En la misma dirección, el niño desarrolla un sentimiento de superioridad y falta de límites. La semilla de un carácter impositivo y caprichoso. No se forma un ciudadano sino otro patrón.
Desde luego que las variedad de situaciones es muy amplia y que toda simplificación es excesiva. No obstante, lo que domina es la apropiación de una persona por otra. Y la reproducción consecuente de la relación patrón-siervo que es el meollo de la discriminación, la jerarquía y el racismo en nuestro país.
La condición semiciudadana de las empleadas del hogar es visible en la arbitrariedad con que le son impuestas sus tareas. La asignación de deberes no es algo que se suela negociar y que quede objetivado en una rutina precisa, en un contrato transparente. El patrón puede pedirle lo que desee en las horas que no corresponden al descanso de la trabajadora. Ella tiene que estar siempre ahí, disponible. Por más que en un inicio puede haber el asomo de un contrato, de un acuerdo libre de voluntades; poco a poco la agenda se va recargando sin que la empleada pueda resistir esa presión
Las condiciones del mercado de trabajo no favorecen a la empleada. La desigualad en la distribución del ingreso garantiza que pese al crecimiento económico, haya una provisión abundante de trabajadoras con sueldos bastante bajos. En una investigación reciente Jazmín Ángeles encontró que los sueldos oscilan por lo general entre 200 y 500 soles sin una tendencia definida a mejorar.